En la inauguración de cursos del Instituto Politécnico Nacional, el viernes 29 de enero de 1965.
Al concurrir a la inauguración de cursos, el Presidente de México estrecha relaciones con el Instituto Politécnico Nacional y refrenda el vigente interés por la enseñanza técnica, varias veces manifestado en el curso de la gira electoral, y expuesto, al asumir el poder, en los siguientes términos: “Para el México contemporáneo, resulta vital la educación orientada al trabajo productivo. Necesitamos formar rápidamente todo el personal, desde el científico de alto grado hasta el obrero semicalificado, que México exige. Los requerimientos de mano de obra de nivel superior aumenta más aprisa que los de la fuerza de trabajo. Conectaremos los planes educacionales con la política de empleo, a fin de aproximar demanda y oferta de mano de obra calificada y semicalificada”.
Conforme a este pensamiento insignia, es propósito del Gobierno promover en los distintos grados de la educación, a partir de los jardines de niños y las escuelas primarias, hábitos y adiestramientos de trabajo productivo, tanto por valor vocacional como por su directa unidad para la vida, disciplina y como posibilidad ocupacional.
La recuperación y expansión sorprendentes de pueblos estragados por la guerra se originan en el sistema escolar, orientado en toda la escala y por todos los medios, a la formación de cuadros que cubran cada uno de los frentes del desarrollo nacional.
En México corresponde al Instituto Politécnico -hijo legítimo y directo de la Revolución- sitio avanzado en la marcha de nuestro crecimiento, al cual ha contribuido decisivamente. Contemplar las posiciones clave que muchos egresados del Instituto ocupan en la vida nacional, ya en el sector público, ya en el privado, es ponderoso estímulo para quienes integran hoy esta gran Casa del saber hacer; pero se ha de mirar bien como se trata de personas que por su empeño se distinguieron: excelentes estudiantes, maestros, funcionarios.
La genuina, sólida relevancia en la vida no es ni don gratuito ni obra fortuita, sino esforzada cosecha: el que siembra vientos recoge aire. En su dura realidad, la vida es implacable a la hora del cobro; ni reconoce otros fueros que los de la obra realizada.
Gran riesgo de la juventud ahora más que cuando el mundo era menos febril dejarse arrastrar por la loca, la fácil incitación del éxito. Claro que todos aspiramos a él, como afirmación y dominio de la personalidad, que tras lucha sagaz, leal, perseverante, obtiene la nobleza de fines que se propuso. El éxito es dignidad; por tanto, responsabilidad. El éxito no es fin en sí mismo, sino consecuencia de superiores valores: el saber, la bondad, la justicia, la belleza, convertidos en actos, por el camino derecho del esfuerzo, que van formando el patrimonio inajenable de la persona. Falso, lamentable y transitorio, el éxito que se busca por los atajos del azar y la improvisación; el que se paga con escándalos, abdicaciones y abyecciones, con estéril pérdida de tiempo y energías.
Acaso ninguna situación sea menos compatible y más resistente al éxito falso que la del profesionista politécnico; su objetividad no admite subterfugios, dilaciones ni simulaciones; pues no se trata de un saber controvertible, sino de un saber hacer, sujeto a irremisible comprobación en el campo de los hechos, los procedimientos y los resultados positivos, lejos de cualquier aparatoso bizantinismo.
En este punto se impone hablar de la necesidad -que cada día debe compenetrar más el espíritu de la enseñanza técnica- sobre dar a ésta por base un amplio conocimiento científico para liberarla de caer en ciego mecanicismo rutinario y de convertir a los hombres en máquinas o en autómatas. La ciencia debe ser la visión y el timón de la técnica. Tal es el exacto sentido de la paradoja que afirma: no tratamos de tecnificar a México, sino de humanizarlo; dicho en otros términos: ponemos la técnica, dirigida por la ciencia, al servicio del hombre y de sus necesidades; para esto, para ser dueño, no siervo de la técnica, el hombre debe ejercitar su facultad suprema de pensamiento sujeto a disciplina, y ésta es la función de la ciencia.
Lo ha comprendido y practicado así, por fortuna, el Instituto Politécnico Nacional, donde cada vez adquiere mayor amplitud y macicez la fundamentación científica de sus planes y programas; el vigoroso aliento dado a la investigación. El Instituto ha llegado a ser, en pocos años, uno de los más importantes centros científicos del país. Continuaremos apoyándolo para su superación.
Sin embargo, forzoso es reconocer que la ciencia, por sí sola, no puede satisfacer los requerimientos imponderables, incalculables del hombre, si no se la hermana, en concierto, con las humanidades: filosofía, filología, historia, sociología y el demás elenco de las disciplinas llamadas culturales o sociales, que trascienden el fenómeno humano y de las cuales no puede prescindir la enseñanza técnica dispuesta para servir al hombre, no para esclavizarlo. “La educación -definida por el Presidente Díaz Ordaz- es enseñanza con contenido ético, histórico y social”, lo que reafirma la tesis humanista de nuestra Revolución. Sobre proporcionarles el sentido del hombre, del universo y de la historia, las humanidades harán que los técnicos rindan trabajo de calidad elevada y en consonancia con los imperativos de la realidad social dentro de la cual van a servir y de la que son partícipes solidarios.
Concebimos a nuestra educación con fisonomía de inconfundible mexicanidad, pero los ojos y el ademán abiertos a la comprensión universal.
La educación, y en ella la enseñanza, es acto de creación incesante, que, según la proclama presidencial, “demanda amor, emoción y dedicación constante’”. Acto creador del maestro; pero también del alumno, que no es elemento pasivo: por lo contrario, la medida de su participación activa es la medida -en calidad y cantidad- del proceso educativo.
Séame permitido evocar momentos dinámicos de mocedad cuya lucidez todos ustedes habrán vivido, cuando algún comentario, juicio, frase o el simple gesto categórico de algún maestro o condiscípulo; cuando alguna lectura, música u obra plástica; cuando el descubrimiento de relaciones en el mundo de las ideas y de las cosas, o al cabo de reflexiones y ensimismamientos, sentimos que se levantan, como una revelación, desconocidas potencias de nuestro ser más profundo, y que, como en el verso de Shakespeare, alientan mil almas en nuestra alma, y experimentamos ansias de saber y hacer prodigios de nuestra propia vida por los que nos parecen entonces fáciles caminos de la voluntad, dispuesta a las mayores empresas. Estos momentos de intensa emoción, decisivos en la forja de nuestra personalidad, son los que llamo el concurso activo del alumno y la óptima muestra de la educación. Ciertamente al maestro corresponde despertar las fuerzas creadoras del discípulo.
Pugnamos así por una educación activa en la cual participen todas las facultades humanas, que a su vez deben aprovechar a las fuerzas próximas y remotas de las circunstancias y el ambiente.
Activa por naturaleza, la enseñanza técnica confirma la validez del enunciado anterior, tanto más dadas las facultades congénitas y la capacidad inventiva del mexicano, que diariamente vemos manifestarse en nuestros obreros menos calificados, quienes airosamente suplen recursos fuera de su alcance. Al propósito, recuerdo cuando en trance de no contar con medios para transportar pesado cable a efecto de proceder al aforo de ancho río en algún punto apartado de nuestras costas, el caso fue llanamente resuelto por unos arrieros, mediante un cohetón atado en la punta del cable y disparado a la distancia de un kilómetro.
La Patria entrega buena porción de su riqueza humana al Instituto Politécnico Nacional.
A la vista está cómo y cuánto el Gobierno de la República ha aplicado el esfuerzo del pueblo para acrecentar la inversión intelectual confiada al Instituto; extremando posibilidades, el Gobierno ha sabido cumplir la parte que le corresponde; seguirá cumpliéndola con tesón. A maestros y alumnos toca proseguir el cumplimiento de su parte, para el engrandecimiento de su Casa y de su Patria.
Bajo el testimonio del Primer Magistrado, la Nación sabe que no será defraudada, porque lo acredita el rendimiento de los últimos años. Sea éste, que hoy se inicia con augurios propicios, más fecundo que los anteriores; lo sea, por la mayor conciencia cívica del conglomerado politécnico, por su máximo empeño para el cabal aprovechamiento de tiempo, recursos y capacidades; lo sea, por su ferviente, iluminada fe en México y en los destinos que la esperanza de México le encomienda. El Instituto Politécnico Nacional es alto fideicomisario del pueblo de México.
Quiero aún retener brevemente la atención para saludar a los maestros y doctores que reciben hoy su grado. Conozco el precio de sacrificios y esfuerzos pagado a este fin por algunos de ellos a quienes trato amistosamente; sin duda es el caso de todos, pues en todos implica igual afán, a costa de satisfacciones y bienes que el ejercicio profesional pudo depararles de inmediato; prefirieron la privación al disfrute, movidos por el acicate de superarse para servir mejor. Con ello erigen su ejemplo en cátedra para las generaciones que los siguen. De otra parte, maestrías y doctorados evidencian los superiores niveles científicos a que se ha encumbrado el Instituto.
Los aplausos que hoy tributamos a los postgraduados repercutan en el corazón de cada uno de los alumnos, para acometer con entusiasmo y tenacidad las tareas del nuevo año escolar, por cuya exuberancia formulamos ardientes, patrióticos votos.
Tomado de Yáñez, A. (1966). Discursos al servicio de la educación pública. Secretaría de Educación Pública.
Comparte este artículo
Comentarios recientes