Karaoke

Y, repentinamente, estamos jugando a cantar en frecuencias muy altas. Sudamos, quedando enrojecidos. Ahí, no es el sol lo que nos despedaza, sino un foco  que nos confunde mientras ilumina lo suficiente. Pero no, estamos encerrados, como gallinas poniendo huevos, chirriamos. Ahí, en las pantallas, palabras, palabras llenas de sentidos que son recorridas por colores, que son marcadas y luego desaparecen.

Ponemos especial énfasis en los cuerpos, en como se hinchan, como no logran llegar al tono deseado, se rompen. Podría ser un momento de angustia, pero, por el contrario, soltamos una carcajada, reventamos sin poder más que reír porque reproducimos las formas que han hecho de esta luz suficiente. No sudamos en la playa, no estamos tirados ante el mar. Estamos aquí, encerrados en este exabrupto. Podría intentar engañar diciendo libertad al final de esa última oración, pero aquí está el límite. Silencio. Viene la siguiente canción.

Se levanta ella, se pone frente al micrófono y la pantalla, se olvida que estamos ahí. No ha tenido que acordarse de las palabras. Tal vez, ni siquiera se sabe la canción pero la cantará, podría ser que la gran repetición, la gran parcialidad de la música después de Pachbell se repita una vez más y pueda salir bien librada cantando torpemente, sin espacios, sin rupturas. Puede ser que no. Que lo único que logre hacer es aullar distanciándonos  de las letras a su voz.

Un día, en un barco, cantaba desentonado una canción y después del apoyo y aplausos anticipando la interpretación, todo el mundo quedó callado. El pequeño bar marino lleno de turistas enrojecidos por el sol que disfrutaban del alcohol nocturno, sancionando cualquier actuación que pareciera suficiente, derrapaba al silencio. ¿Qué había sucedido ahí? Una mezcla de mala voluntad, de desconocimiento y desprecio por los vitrales de timones sobre atardeceres me había hecho intentar romper con la atmosfera festiva. Ahora, los ojos me enterraban, mientras yo salía carcajeando por la puerta a estribor a sentir la fría brisa del Mar del Norte.

Ahora, de regreso a esperar que cante esa chica. ¿Tenemos que sancionar o callar, como si hubiera una disposición previa a la repetición? ¿De qué forma vamos a prolongar las repeticiones? ¿Qué maniobras de simulacro serán de aplauso, cuales de silencio, cuales pasajeras, serán solo repetición? ¿En que circunstancia el canto es canto, en cual es un entretenimiento fugaz?¿Cuál es la expectativa ante las muertes de la perfección, siguiendo simulaciones? Aquí estoy poniéndome del lado de la antipatía.

Pensaba en una película coreana en que mientras que en un edificio de cristal repleto de cuartos de Karaoke, grupos de chicas de faldas cortas cantan siguiendo las letras de las canciones de sus pantallas y se emborrachan, una mujer sale de arriba de un restaurante a la cornisa y salta, lo serpentean motocicletas festivas. Llega la policía, recogen el cuerpo, pero todos después de un suspiro siguen solo el rastro de tiza del cuerpo en el piso como parte de esa calle llena de tiendas y comercios.

Ella empieza a cantar y desentona sin intentarlo.


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1 Response

  1. Francisco Barrón dice:

    Pues eso de lo que hablábamos: habríamos que comenzar a pensar cómo vincular la reflexión que insipidamente aún hacemos con práticas y saberes distintos.

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