Artículos sobre la técnica, Emilio Uranga

Aguja de fonógrafo, aguja muerta

“…. Aguja de fonógrafo, aguja muerta…”

Ramón López Velarde, La derrota de la palabra.

Como estudiante de física me han quedado grabados en la memoria dos sencillos experimentos realizados con la llamada campana neumática. En el primero de ellos se colocaba debajo de la ampolla de vidrio a un desdichado gorrión que por lo pronto no perdía nada de su animal vivacidad al sentirse amparado por el capelo, sino que más bien la reforzaba por efecto de la angustia, aunque pronto sus aleteos se hacían más torpes y lentos, hasta que por la falta del aire que la bomba extraía, indiferente y precisa, moría asfixiado.

El segundo de los experimentos consistía en colocar bajo la misma campana de cristal una cajita de música. La melodía, un minueto de Haydn, nos comunicaba su gracia precisa y marcial, pero conforme avanzaba en su trabajo la máquina, la música ensordecía, se hacía lejana, hasta que dejaba de oírse, aunque las ruedecillas de la caja seguían girando bajo el efecto de la cuerda, y pese a que nos daban a pensar que de no faltar el aire la música habría llegado a su final con toda felicidad. Lo cual, por otra parte, se probaba tan elegantemente como un teorema de geometría permitiendo que el aire entrara de nuevo en la ampolla, que hacía sonar a la música aunque era incapaz de revivir al pájaro; lo cual me convenció, con grave quebranto de mi fe, de la irremediable mortalidad ele la vida y de la resurrección perdurable de la música.

Años más tarde, ya no como estudiante de física, sino de “humanidades”, y en la paz de un gabinete de lectura, se me ocurrio pensar; mientras escuchaba uno de los últimos cuartetos de Beethoven, que este compositor realizaba sin los artíficios del experimento todo lo que se nos había querido enseñar entonces con la máquina neumática. En efecto, por un lado su sordera lo había asfixiado, como al gorrión, lo había convertido en un “histérico” y lo había privado casi de la vida; por otro, su música, que no podía oír —como nosotros tampoco la de Haydn cuando en una cajita se la enterraba en la máquina y ésta se daba a cumplir su cometido con atroz conciencia impasible—, habría que suponer que sonaría si se le pusiera en condiciones normales, si se la ejecutaba, aunque su creador no la percibió nunca bajo esta forma.

En realidad, si fuera un positivista consecuente tendría que dudar que la música, sin el aire, seguiría sonando, en rigor tal suposición es un contrasentido, en ausencia de su condición esencial de realidad, habría dejado de existir. Pues mientras no hay aire ¿para quién está sonando, cómo procurarle subrepticiamente una atmósfera ¡en que asirse y vibrar? Al “airearse” surge de nuevo, como impresión originaria, sin antecedentes, como decía Justo Sierra de nuestra Universidad que no reconocía parentesco alguno con la “vieja” Universidad Real y Pontificia. Lo cual en un positivista era deducción consecuente. Lo único real, en el experimento, lo visible, es que el rodillo se sigue moviendo y acariciando al peine de metal con sus espinas. Y en cuanto a Beethoven tendría que aceptar que no oía la música en su interior, sino que simplemente amontonaba en un papel, debido a su histeria de sordo, manchitas de tinta que otros, los ejecutantes, en una sala de conciertos, convertían por efecto esta vez de las “tripas de gato” y del aire del salón, en música. La música no puede tener una existencia “virtual” cuando se le substrae su condición de posibilidad; esos intervalos, igual me da que los pase en el interior de una campana neumática o en el cerebro de Beethoven, ha dejado de existir. La llamada “música de las esferas” sería imposible justo porque en los espacios interestelares no hay atmsfera capaz de servirle de asidero.

Si me diera por formular mi convicción acerca de la música diría que me ha parecido siempre, por los ejemplos que he aducido, un fenómeno espiritual o artístico tremendamente menesteroso, que pese a sus vuelos, a sus pretensiones, pende casi diría que ridículamente de la existencia del aire, evento provincianísimo en la vastedad del universo, más que rincón del mundo, micra insignficante de espesor en el volumen del cosmos. Si la historia de la tierra de un grosor no mayor que el de una estampilla de correos, comparada con una altura total sería como la de nuestra columna de la Independencia con ángel y todo, la música vendría a ocupar en una tajada del universo un espesor todavía menor, mas insignificante, sería “une lamelle plus que mince”, una laminilla translúcida por su delgadez, casi intangible, como el oro musivo; muy adecuadamente llamado “volador”.

Lastrado por semejante conviccion acerca de la radical positividad o materialidad, aunque casi impalpable, de la música en el seno del mundo, difícilmente he podido comprender que a Schopenhauer, por ejemplo, le haya dado por sostener que la música es un arte metafísico que mina la entraña misma de la realidad, que corresponde de alguna manera al fondo de las cosas, que lo revela o lo simboliza. Y tampoco he entendido que muchos otros se hayan inclinado con predilección hacia esta criatura indigentísima, henchidos de esperanza en cuanto a su capacidad de mostrarle algo del “más allá”, cuando que a mí se me aparecía como transida toda de lo terrenal y lo físico.

Era claro, muy cómodo, decirme en ademán de salvación que en verdad confundía el aire, como condición de la música, de su ejecución, digamos, con la música misma. Pero ¿no quedaba como convicción indesarraigable, contra tales argumentos, el razonamiento del Fedón, según el cual el alma es la armonía de lira, pero en sí misma, sin las cuerdas y el cuerpo de la lira, una palabra vacía? Así como el alma para los materialistas griegos es para mí la música la vibración de un pedazo de materia, todo lo refinada y sutil que se la suponga pero al fin y al cabo, como el aire, materia. Ningún sentido pues podría tener que se hablara de una “metafísica” de la música.

Mi convicción o creencia acerca de la naturaleza material de la música ha sido reforzada por mi condición de “diletante”. Aunque ¿no sería más correcto decir que precisamente porque soy un “diletante” tengo que suscribir una tesis materialista sobre la naturaleza de la música? La música se agota para mí en el placer de oír música. ¿Qué resto puede quedar? ¿Qué inconsecuencia metafísica o lingüística, que para el caso es lo mismo, autoriza a transportar el nombre de música a los ejecutantes, a las partituras, a los instrumentos? En todos ellos, se piensa, estaría la música en potencia, dormiría ahí antes de que la despertara la aguja al arar el primer surco del disco. Para mí la música se consume toda, sin residuo, sin eco, en el minúsculo escenario o composición de un aparato de alta fidelidad y una oreja humana ávida de vibrar al unísono de las capas de aire que salen ondulando de las bocinas.

Lo que una máquina sustrae del universo físico, otra lo restituye en su integridad. La máquina neumática y el aparato de alta fidelidad realizan el milagro de estampar y de desestampar en la tela del universo esa espiritualidad que llamamos la música. ¿Puede invocarse una ilustración más gráfica del poderío de la técnica, de los milagros de la industria que nos hacen escépticos, al decir de Carlos Marx, respecto de los milagros de la religión?

Por una colaboración que no me parece  casual, la música es una de las artes que más se ha beneficiado con el adelanto de la técnica. Y digo que no es casual, pues nos vuelve a confirmar en su esencia material tan adecuadamente tratada y refinada porla técnica. Es claro que esta ganancia -piénsese en un disco moderno frente a un rodillo de gramófono-, no ha sido absoluta y que desde luego la música reproducida no ha podido librarse de ciertas deformidades o anormalidades. Pero lo que conviene subrayar es que tales alteraciones, aún existiendo, no son tan graves como las que hace sufrir la técnica moderna a las cámaras, a la pintura y a la escultura. Un disco de alta fidelidad nos trasmite una ejecución musical en forma tal que nunca nos será dable oírle en una sala de conciertos, cualquiera que sea nuestro lugar o la acústica del local. A más de ello si se comete un error en el momento de la grabación puede corregirse. La cinta es paciente, permite que se borre el pedazo defectuoso y que se le injerte, como en tejido vivo la corrección debida. Una “errata” en un concierto público lo mejor es pasarla por alto, como si nos la topáramos en un libro, y seguir adelante. En contraste se dice que un concierto, como una pintura, tiene su perspectiva que la grabación moderna no respeta. Una línea de micrófonos al pie de los contrabajos es sutilidad que obviamente “violenta” la arquitectura normal de una sinfonía. Pero en esto hay mucho de exageración. La cámara fotográfica puede hacer de un salero un rascacielos. A esta deformidad no se llega pese a la alteración de las disposiciones en la grabaciónde un disco. Una pintura, en cambio, puede ser reproducida a distancias en que obviamente no fue concebida. Los detalles que nos reproduce dan por resultado una cosa completamente nueva. Huxley dice que la gran pintura surgió a la “luz de las velas”, y es claro que a la de los reflectores, al miecroscopio, a los rayos infrarrojos, ya que no tiene mucho que ver con el original. En los discos modernos lo que lamentamos es quizás su perfección. Nos volvemos nostálgicos a las salas en que sin artificios se nos trasmitía con “erratas”, humanas, comprensibles, cálidas. Hay quien prefiere por más “humanos” oír los discos de 78 revoluciones. Pero ¿quién distingue aquí el refinamiento de la morbosidad? Aplicarse a destacar la música del ruido de la aguja que la acompaña tiene mucho de malsano. En París se sirven truchas, asadas ante el gastrónomo en una bandeja de aceite hirviendo, pero el secreto de su “bouquet”, de su sabor viene, según los expertos, de que la trucha acaba de ser sacrificada. Y en efecto, al lado del goloso hay un acuario, el mozo pesca una con red que semeja a la que utilizan los niños para cazar mariposas, vivita y coleando se le da a la trucha un golpe contra el canto de la mesa, y así medio atontada o muerta va a nadar en el aceite. Sin este ceremonial de verdugo no hay “sabor”.

El peligro a mi parecer viene de otra parte en lo que a la “perfección” de la música afecta. Si la técnica la traduce de modo tan cabal, más aún, si por vez primera ha hecho existir a la música en su verdadera forma, ¿qué pensar de la música del pasado? Ahí la tenemos en discos de setenta y ocho, en rollos, en partituras. Y los hombres se divertían con ella y hablaban de que eso era la música. Para un tecnócrata estas eran nada más que buenas intenciones, piadosos deseos. En verdad tenían aproximaciones a la música, oírla era el residuo sublime que quedaba después de atravesar por el laberinto tortuoso de sus condiciones. A la luz de las velas los ojos de Bach se enceguecieron copiando partituras, y a la luz también de las velas los intérpretes tenían que descifrar sus excelencias. El hombre era a la vez el gastrónomo y la trucha, como Beethoven. La técnica nos ha librado de estas torturas. Y si en la tela del universo es la música un hilo insignificante, en la tela de la historia parece también ser un hilito que sobrenada; hacia atrás no hay música, hacia adelante la que se quiera, toda la que quiera ciamos la técnica. ¿No es violenta esta conclusión? Indudablemente que sí, pero la lógica no nos permite decidir en qué momento estamos incurriendo en el error, nos da la pura verdad.

Siempre me llamó la atención un cuadro en que Nietzsche contempla a través de una ventana un paisaje tranquilo y sedante. En sus manos sostiene el filósofo una partitura y sus ojos parecen perderse en los paisajes interiores que le ha sugerido la lectura de la música. Su pensamiento no semeja ser otra cosa sino el surco que ha dejado en su cabeza esa ininterrumpida lectura de las partituras. Conforme a mis ideas nada de esto sería cierto. No habría más que una música y el cuadro en que el filósofo medita sobre la partitura no tendría nada que ver con la verdadera música, con la de un señor arrellanado en un sillón frente a un aparato de alta fidelidad. Etwas stirmnt nicht, como dicen los alemanes. Algo anda mal. Veamos las cosas más de cerca. Intentemos penetrar en la otra música, en la de las partituras, en la música interior.

Revista de la universidad de México, No. 5 Enero (1959)


Sin técnica no habrá independencia

Sería estúpido deplorar —y no más bien felicitarse sinceramente- que la historia arroje como saldo de todos nuestros dramas una sobreabundancia de manifestaciones espirituales por parte de los mexicanos de todas las épocas, clases y regiones geográficas del país; pero lo que si debe alarmarnos es comprobar que a esa magnifica floración de expansiones culturales no le ha hecho el debido contrapeso, en lo que llevamos de marcha histórica, una correlativa difusión de los instrumentos técnicos, formación y educación, que nos hubiera permitido dominar adecuadamente las innegables adversidades con que la Naturaleza —llamada en general madrastra por los filósofos y que no sé con qué sustantivo más fuerte habrian designado en especial a la mexicana— ha recortado nuestras posibilidades de ser un pueblo que ya a estas alturas de los tiempos deberia vivir en la abundancia..

Se dió siempre aqui una inextricable  mezcla de ilusiones y de prejuicios. Desde el principio nos dejarnos sobornar por los líricos de nuestro paisaje, que por la magia irrealizante de la poesía hacían equivaler la belleza de un marco natural con la supuesta riqueza de sus frutos, que se suponían tan accesibles y tan abundantes como duraznos que colgaran de un árbol, al que sólo con sacudirlo nos colmaria con sus suculencias. Prejuicios, pues heredamos una forma de desprecio al trabajo que reducía la educación a la procura febril y prestigiosa de un título, más que académico o de servicio social; nobiliario, capaz de autorizarnos a vivir del trabajo de los demás. ¿Y quiénes eran los demás? Los indios, las inmensas muchedumbres de seres miserables que sacaban penosamente, que arrancaban a la tierra, a esa misma tierra que los ociosos titulados describían como cuerno de la abundancia o como paraiso terrenal, productos que apenas si alcanzaban para alimentar a las clases privilegiadas.

***

Es cierto que México conquistó su independencia sin el concurso de la técnica, como es cierto también que fué dominado en el siglo XVI por la superioridad en armamentos que favoreció a los españoles en sus empresas de señorío; pero no debemos olvidar que en el siglo XX, entrado ya en su segunda mitad, la independencia económica de México se hará cada vez más difícil, imposible, dicho rotundamente afianzar esa independencia sin una aplicación intensiva de la técnica por parte de los mexicanos. Por fortuna, hace ya muchos años que los regímenes revolucionarios han comprendido que la creación de escuelas de alto nivel técnico es asunto de vida o muerte para la futura carrera de la Revolución Mexicana.

Hemos alcanzado, también, la madurez suficiente que nos permite estimar que no se trata simplemente de exportar novedades técnicas, sino que lo que urge es engranarlas en nuestra propia estructura social e histórica para que no se conviertan, por un acarrea mecánico, en instrumentos de desequilibrio y de escisión en la unidad nacional. Lo que nos urge es comprender que con la técnica disponemos del arma más apropiada para ganar en paz nuestra batalla por la abundancia, por la mejor distribución del ingreso total de los mexicanos. Así como la integración política ha dado a nuestro país una estabilidad envidiable, la armonía de todos los elementos que componen nuestro sistema educativo, desde los jardines de niños hasta las universidades y politécnicos, es el requisito indispensable para lograr ese equilibrio funcional en el alma de nuestros compatriotas y en su servicio abierto a todos los horizontes de la comprensión y de la tolerancia.

“Examen: Sin técnica no habrá Independencia”, La Prensa, 19 de agosto de 1964, p. 8.


Un humanista ha impusado nuestra educación técnica

Un querido amigo mío, que acaba de regresar de la Universidad de Harvard con un envidiable titulo bajo el brazo, el señor Salvador Robles Quintero, me confesaba que su alejamiento del país durante más de dos años le había permitido rectificar su juicio sobre nuestro sistema educativo de enseñanza técnica. Este economista que ha realizado concienzudos estudios sobre desarrollo económico en los Estados Unidos, no era, hace algunos años, partidario muy convencido que digamos de que la educación mexicana hubiera sido encomendada a un humanista tan esencial como don Jaime Torres Bodet. Para decirlo con la claridad más radical: mi amigo habia pensado que en el ministerio de educación no se prestaría la atención merecida a la enseñanza técnica, dada la orientación hacia otros rumbos culturales de don Jaime.

Pero honesto a la postre, y ayudado por la estancia en el extranjero que disuelve de por si tantas miopias de cercanía, Salvador Robles Quintero estima ahora, con toda franqueza, que el impulso que se le ha dado a la educación técnica en nuestro pais, que las realizaciones concretas, positivas, con que se ha enriquecido y ennoblecido todo el andamiaje de ese tipo de enseñanza, obligan, por su elocuencia constructiva, a un reconocimiento sin mezquinos regateos. Este testimonio tiene un valor muy especial pues han sido los egresados del Politécnico los que con mayores escrúpulos, con rezagos considerables, han logrado entender la obra educativa, tan favorable a sus intereses, que se ha monumentalizado en el Sexenio de [sic] Gobierno del licenciado López Mateos.

***

Pero más vale tarde que nunca, y más valor tiene esta confianza que ahora depositan los politécnicos en la obra del Gobierno, por ser el producto de un juicio maduro que ha pasado por todas las fases de la duda, de la hostilidad, de la incomprensión, para abrirse finalmente a la evidencia de los relaizado, mñas valor tiene, digo, este convencimiento mediatizado que la alabanza desde lejos, sin exigencia de pruebas tangibles y que no resistiría el embate dek oportunismo y del resentimiento. México necesita de sus técnicos, y los técnicos de México saben que la nación les presta la atención más preferente, sin descuido de los intereses apremiantes, también, de la educación elemental. Pero así como en la última semana la inauguración cotidiana de museos, en que se albergan con toda dignidad las piezas más representativas de nuestra cultura, así a lo largo de años, con la lentitud de una maduración con fundamentos hondamente arraigados en lo duradero, las auroridades responsables de la educación han ido edificando el sistema sólido de nuestra educación técnica en todos sus niveles.

Nuestra educación es generosa. Se mueve con preocupación patriótica y cariñosa del jardín de niños a los politécnicos y a las universidades, y en lo posible en lo humanísimamente posible, ha velado por que la solicitud de lo uno no entorpezca o amengüe la vigilancia de lo otro. Pocos países se podrán preciar de una igualdad tan democríticamente distribuida. Y es de apreciar en alto grado que sean precisamente los egresados de las escuelas técnicas los que ya, sin reticencias, que eran asunto de historia necesitada del tiempo para darse a entender por sus propias obras, los que ahora, en línea de vanguardia. reconozcan lo que se ha hecho en beneficio de lo que más entrañablemente desean ver plasmado en instituciones.

“Examen: El humanismo ha impulsado nuestra educación técnica”, La Prensa, 23 de septiembre de 1964, p. 8.

 


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Francisco Barrón

Doctorante en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha participado en varios proyectos de investigación como: “Memoria y Escritura”, “Políticas de la memoria”, “La cuestión del sujeto en el relato”, “Diccionario para el debate: Alteridades y exclusiones”, “Estrategias contemporáneas de lectura de la Antigüedad grecorromana” y “Herramientas digitales para la investigación en humanidades”. Se ha dedicado al estudio del pensamiento griego antiguo, francés contemporáneo y de los filósofos alemanes Friedrich Nietzsche y Walter Benjamin. Sus intereses son las relaciones entre la estética y la política, y los problemas especulativos sobre la relación entre la técnica, el arte, el lenguaje y el cuerpo. Pertenece a la Red de humanistas digitales.

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